Hacía unas pocas horas que habíamos llegado a Kashgar. Nos habíamos alojado en un pequeño hotel de la parte antigua de la ciudad.
Después de dejar las cosas en la habitación del hotel, fuimos a un restaurante del centro de la vieja Kashgar. Era uno de esos restaurantes que no necesitan anunciar que están abiertos desde hace muchas décadas, pues al entrar en el local ya se respiraba esa antigüedad. Era como trasladarse a otra época.
Todo viajero busca tener una sensación especial cuando viaja por un lugar que ha sido una referencia, un sitio inhóspito. Kashgar ha sido siempre un destino rodeado de leyendas y peligros durante buena parte del siglo XIX, casi un sueño para los viajeros amantes de ir a lo desconocido. Pero encontrar esa sensación que busca todo viajero en un lugar como éste, no es tarea sencilla en lo que hoy es la antigua Kashgar, y totalmente imposible en la Kashgar nueva.
Y en casos así, entrar en un restaurante como éste, un pequeño recinto que ha sido testigo de lo que busca el viajero, se convierte en una máquina del tiempo que te traslada a otra época.
Pero todo tiene un coste. No se trata de acceder a un museo, o a una edificación de otra época restaurada para el turismo, sino algo mucho mejor. Bien, mejor para quien busca tener sensaciones y experimentar cómo se vive en otros lugares lejanos.
Digo que todo tiene un coste porque no son lugares aptos para quienes buscan comida con un cierto estándar occidental.
La primera sensación que tuve al entrar en ese restaurante fue impactante. Aquel lugar no había sufrido reformas desde que fue construido vete a saber cuándo. Su decoración y mobiliario habrían pasado a ser objetos de anticuario de no ser por la capa de grasa y cotidianidad que lo rodeaba todo.
No era un sitio que facilitara la privacidad de los clientes. Sólo había largas mesas para compartir con otros comensales.
Nos sentamos en una de esas mesas, junto a un hombre que aparentaba tener más años que el propio local.
Mientras uno de los comensales vecinos escupía ruidosamente y de forma experimentada, en una de las diversas escupideras que estaban distribuidas junto a las mesas por todo el local, nosotros pedimos algo para comer y beber.
Aquellas mesas compartidas eran una trampa para viajeros incautos. Si apoyabas los brazos en ellas se hacía muy difícil volver a separarlos, pues la antigüedad del lugar había ido creando una disimulada capa de grasa pegajosa, la cual, ayudada por una evidente falta de limpieza, atrapaba todo lo que entraba en contacto con ella.
A mí me tenía cautivado la destreza de la refinada clientela de aquel local, que, de forma muy diestra, hacían escupitajos, siempre precisos, a las escupideras del lado de las mesas.
Por un momento, al amparo del dicho «allí donde fueres, haz lo que vieres», se me pasó por la cabeza hacer un intento, para probar mi puntería.
Hacía unos años, conocí a un campeón del torneo anual de escupir huesos de cereza que se hacía en un pueblo de la zona de la Ribera d’Ebre (Catalunya). Sentado en aquel restaurante, lamenté no haber pedido consejo a ese profesional del escupitajo cuando tuve ocasión.
Por mi cabeza pasaban diversas preguntas: ¿qué pasaría si mi disparo se aleja mucho de la diana? ¿Y si en lugar de a la escupidera va a parar a las piernas de alguien? ¿Se lo tomarán de forma amistosa, o no? No sería lógico que se quejaran por ensuciar el suelo, pero otra cosa sería si tocara a alguien.
Ante la incertidumbre, opté por la prudencia, y cuando salí del restaurante, después de pagar el servicio, miré por última vez ese recinto del pasado. Al salir a la calle, pasé de repente a tiempos más modernos, pero menos interesantes a los ojos de un viajero que busca el pasado.



¡Qué relato tan fascinante! Logras transmitir con gran detalle esa sensación única de viajar en el tiempo al adentrarse en un lugar tan auténtico como ese restaurante en la vieja Kashgar.
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