Viaje a Irak, de Ammán (Jordania) a Bagdad.

Era el verano de 1989, hacía un año que había terminado la guerra entre Irán e Irak, y si bien entonces no podía saberse, sólo faltaba un año para la Primera Guerra del Golfo.

Habíamos llegado a Jordania desde Siria, después de hacer todo el trayecto por tierra desde Barcelona, cruzando toda Europa y Turquía. Nos habíamos conocido con mi compañero de viaje unas semanas antes de iniciar la aventura.

Irak era un destino muy lejano, uno de los lugares que me resultaban más fascinantes, y también, porque no decirlo, más complicados para acceder a él. Intentamos obtener un visado turístico en la embajada iraquí en Ammán, sin depositar grandes esperanzas. En la embajada nos dijeron que volviéramos en un par de días, y, efectivamente, al cabo de dos días nos concedieron el visado para poder entrar en Irak, sin ningún problema, y sin ni siquiera cobrarnos tasa alguna.

Poder viajar a Irak era casi como un sueño, era un destino donde se mezclaba la imaginación construida a partir de varias lecturas sobre aquellas tierras, y la cruda realidad de ser un país que acababa de pasar una guerra que había durado ocho años.

Hicimos el camino de Ammán a Bagdad en autobús. Durante el viaje nos dimos cuenta de que en aquel autobús iban muchos egipcios y sudaneses que querían trabajar en Irak. Nos dijeron que los sueldos que podían cobrar allí eran superiores a los que percibían en sus países de origen.

Cuando llegamos a la frontera iraquí nos tuvieron siete horas para pasar todos los controles.

Hacían abrir la maleta a todo el mundo, y los militares iraquíes se quedaban todo aquello que consideraban que no podía entrar en el país. Después veías como entre ellos se repartían el botín.

A nosotros, como occidentales, nos dedicaron una especial atención. En primer lugar nos preguntaron que hacíamos allí, y al decirles que nosotros éramos turistas nos respondieron que en Irak no había turismo, y que no podíamos entrar en el país. Nosotros les exhibimos el pasaporte y el visado, y nos tuvieron un largo rato esperando. Llamaron por teléfono, haciendo referencia a nuestra presencia, y en el otro lado no pusieron objeciones, pues dieron por buenos los visados.

Entonces nos hicieron sacar todo lo que llevábamos dentro de las mochilas, incluido el saco de dormir, que nos hicieron desplegar completamente. Yo había puesto dentro de una bolsa un coral del Mar Rojo que había comprado en Aqaba, bien envuelto para que no se rompiera, y la bolsa puesta en el fondo del saco de dormir. Cuando los militares vieron que al desplegarse el saco, al fondo de todo, salía aquella bolsa, enseguida preguntaron que era aquello, con una expresión que quería decir «te hemos pillado».

Al ver la realidad de aquel «recuerdo de viaje» quedaron decepcionados, y después de revolver el neceser, se interesaron por mi cámara fotográfica, haciéndome gestos de que no la podía pasar por la aduana y que se la quedaban ellos. Yo mostré mi oposición a dejar la cámara, y después de discutir un buen rato, volvieron a preguntar a alguien por teléfono, y, finalmente, me dejaron entrar en el país con ella.

Después de algunas horas pasando los controles, comimos un plato de arroz con pollo, no porque tuviéramos una especial predilección por ese plato, sino porque era lo único que había para comer.

Las cucharas estaban en un vaso de plástico, y una vez terminadas (no había suficientes cucharas para todos los comensales), la gente se las iba pasando de uno a otro conforme iban acabando de comer, eso sí, con un buen lametón en la cuchara para que quedase bien limpia antes de pasarla al compañero de al lado.

Salimos con el autobús en dirección a Bagdad con la barriga llena, con las mochilas revueltas, y con una sensación de entrar en un país diferente, especial, desconocido…

Durante todo el trayecto nos cruzamos con cientos y cientos de camiones que llevaban petróleo. El paisaje que recuerdo, con la distancia de casi veinticinco años, aparte de los camiones ya mencionados, es un paisaje desértico, con kilómetros de alambradas, y muchos militares por todas partes.

Yo no me encontraba muy bien, tenía un poco de fiebre, y el cuello dolorido, así que empecé a tomar unas pastillas de antibiótico que había llevado en mi pequeño botiquín.

Nuestros compañeros de viaje nos dijeron que el cambio del dinar iraquí era mucho mejor en el mercado negro, la diferencia era de siete a uno respecto del cambio oficial, pero tenía un riesgo. Según nos dijeron, si los pillaban a ellos les colgaban por el cuello, y si cogían a un occidental cambiando en el mercado negro, le encerraban en prisión.

Nosotros ya sabíamos que no teníamos muchas opciones, pues nuestros recursos a esas alturas de viaje ya eran muy reducidos.

Llegamos a Bagdad siendo ya de noche, y nos alojamos en el primer hotel que nos aconsejaron.

Estábamos cansados, y ni siquiera la emoción de haber llegado a Bagdad impidió que a los cinco minutos de entrar en la habitación del hotel cayéramos agotados sobre aquellos lechos mesopotámicos… pero eso sí, con el pensamiento puesto en aquel lugar… lo habíamos conseguido, habíamos llegado a Bagdad.

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