Rememorando viajes pretéritos, hoy me ha venido a la cabeza una pequeña anécdota que me pasó en Damasco ya hace unos cuantos años.
Hacía unos días que había llegado a Siria, y ese día me encontraba en medio de una plaza en una zona céntrica de Damasco. Había llegado hasta aquella plaza paseando, camino de la mezquita de los Omeyas, sin prisa, disfrutando de un paseo relajado.
Hacía calor. Me había parado en un puesto que había en la calle, en un lateral de la plaza, donde un hombre hacía algo de comida. Yo tenía un poco de hambre, así es que me había acercado para ver si había alguna cosa que me apeteciera para comer. Enseguida vi que había unas bolas de kibbeh. Eran unas bolas grandes, con buen aspecto, y mi estómago me convenció para comprar una de ellas.
El kibbeh es un alimento común en la zona de Oriente Medio y parte del Cáucaso, y consiste, básicamente, en carne picada de cordero con bulgur y especias.
Después de pagar a aquel cocinero ambulante por aquel kibbeh de aspecto delicioso, me dispuse a darle un mordisco para comprobar si estaba más o menos picante, y para apaciguar mi estómago que no cesaba de gritar.
Había acertado, estaba picante, pero no excesivamente, y el sabor era bastante bueno. Cuando me acabara aquella masa de comida frita iría a buscar otra. Bueno, al menos eso era lo que había decidido antes de darle el segundo bocado a esa bola crujiente por fuera y blanda por dentro, que iba inundando mi boca de picor.
Después del segundo mordisco supe que no me comería otra, y no fue por el picante, que ya me estaba bien, sino por una desagradable sensación que me transmitieron mis tripas.
En cuestión de segundos, no de minutos, mi cerebro, ayudado por mis ojos, ya estaba buscando un lugar para una más que previsible situación de emergencia, pero previendo que sería muy difícil solucionar elegantemente aquel trance.
De repente me di cuenta de que a unos cincuenta metros había unos lavabos públicos. Fue verlos y mis piernas ya estaban corriendo en dirección a aquel destino, y mientras tanto interiormente intentaba calmar mis intestinos que parecía que no tenían espera.
Cuando entré en aquellos aseos vi que las siete u ocho puertas que había en el pasillo estaban todas cerradas y estaba lleno de hombres que esperaban para entrar.
La increíble suerte de encontrar unos aseos allí mismo se había esfumado al encontrarlos todos ocupados, pues mis intestinos no estaban dispuestos a esperar mucho más.
Conforme entré corriendo en aquel pasillo que daba paso a las diferentes puertas de una hilera de inodoros de estilo turco, aparté los primeros usuarios para poder acceder más a dentro y tener mejor visión del conjunto. No podía ser delicado, no podía tener mucho cuidado, tenía el tiempo contado, y la cuenta atrás llegaba a su fin.
Fue entonces cuando se abrió una de las puertas de uno de los retretes y su ocupante salió. Ante aquella puerta había varios hombres esperando para entrar.
En unas fracciones de segundo pensé qué opciones tenía: la más correcta era explicarle, al hombre que esperaba su turno para entrar, que tenía una urgencia y que por favor me dejara pasar, pero la cuestión era que seguramente no entendería ni una palabra de lo que le explicaría, y mientras tanto la cuenta atrás ya habría expirado; otra opción era esperar mi turno, pero ésta obviamente ya estaba descartada por mis intestinos; así que opté por una tercera solución que fue dar un empujón a aquel inocente sirio que iba a entrar, quien a su vez pegó contra su vecino de espera, y yo me colé en aquel retrete y enseguida cerré la puerta.
Recuerdo lo agradecidos que estuvieron mis intestinos, y la que se montó en el exterior de aquel pequeño inodoro de estilo turco donde me encontraba indispuesto.
No paraban de dar golpes a la puerta, seguramente debía ser el hombre que yo había empujado y quizás alguien más que se había añadido. Además todo eran gritos con expresiones que yo no podía entender, pero que seguramente si las hubiera entendido no me hubieran gustado mucho.
Había salvado lo insalvable, y lo cierto es que no me preocupaba mucho lo que me encontraría fuera cuando saliera. Lo primero era lo primero.
Poco a poco los ánimos de mis compañeros de aseo se fueron calmando, y yo hice un poco de tiempo por si acaso.
Cuando salí, no me encontré ya a nadie de los que estaban allí cuando entré, así es que no tuve que dar explicaciones a nadie.
Aquella fue la primera y única urgencia de esta naturaleza que he tenido nunca estando de viaje. Siempre me he preguntado qué hubiera pasado si no hubiera tenido la suerte de encontrarme junto a unos aseos públicos, pero la verdad es que prefiero no saber la respuesta.