En swahili la expresión «Hakuna Matata» significa literalmente que «no hay ningún problema», y se puede traducir como «sin preocupaciones», «no te angusties», «todo está bien»… No obstante lo anterior, cuando te encuentras ante una situación complicada y un africano te dice «Hakuna Matata» quiere decir que realmente tienes un problema importante.
Era el verano de 1997 y me encontraba en el cráter del Ngorongoro, zona que antes formaba parte del Parque Nacional del Serengueti, pero que se separó cuando fue declarada zona de conservación. En el año 1979 fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. La zona de conservación del Ngorongoro está situada a unos 180 km. al oeste de Arusha, en los altiplanos de los cráteres de Tanzania, en el norte del país. Dentro de esta área de conservación se encuentra el cráter del Ngorongoro, que es una gran caldera volcánica, formada según los expertos hace unos dos o tres millones de años, situado a una altitud de unos 2.300 metros, con una profundidad de 610 metros y con una extensión de unos 260 km2.
Dentro del cráter vive una gran reserva de animales salvajes, entre los que hay miles de ñus, cebras, búfalos y gacelas, hienas, 62 leones contabilizados en el año 2001, así como algunos leopardos, elefantes, hipopótamos y rinocerontes.
Estaba haciendo un safari de siete días, junto con otros compañeros. Habíamos contratado dos todoterrenos y llevábamos tiendas de campaña para pasar las noches.
Uno de los dos vehículos no arrancaba bien, aparte de no cerrar bien las puertas, tener algunos agujeros en el suelo… en resumen, el típico vehículo con el que no es recomendable hacer un safari.
Ya habíamos tenido un susto con un elefante que por poco se nos echa encima, por culpa del problema con el arranque del vehículo. Por estos lugares suelen tener la manía de parar el motor a la más mínima para ahorrar gasolina, y con ese vehículo esta costumbre era un peligro. Por lo tanto habíamos dado instrucciones muy concretas al conductor, un tanzano con muy poca iniciativa: no parar el motor cuando nos encontráramos cerca de animales especialmente peligrosos.
La cuestión es que ese día, dentro del cráter del Ngorongoro, mientras disfrutábamos de aquel paraje único, vimos de lejos a unos rinocerontes, animales que todo el mundo tiene ganas de ver cuando está haciendo un safari por esas zonas. Eran dos rinocerontes, uno grande y otro más pequeño. No eran los primeros rinocerontes que veíamos, y hay que decir que estos animales son auténticos blindados, y dan auténtico miedo.
Mientras nos acercábamos a los rinocerontes la sensación de emoción era muy intensa, pues no todo el mundo puede contemplar estos enormes animales en vivo y de tan cerca. Los vehículos se detuvieron a unos ciento cincuenta metros de aquellos rinocerontes.
Mientras miraba aquellos grandes animales, y hacía fotografías desde la abertura del techo del vehículo, noté como el motor del todoterreno se paró. Al instante volví a adentrarme dentro del habitáculo del vehículo para decirle al alelado conductor que arrancara el motor.
El vehículo era de cuatro plazas, y dentro íbamos, aparte del conductor tanzano (tan poco espabilado él), dos chicas y yo. El aturdido tanzano, ante la inmediata reacción de los tres pasajeros, reaccionó enseguida, intentando arrancar aquel viejo motor, pero éste, con muchos años de experiencia, se resistía a ponerse en marcha.
Mientras aquel atolondrado conductor intentaba arrancar el motor, uno de los dos rinocerontes, por supuesto el más grande de los dos, comenzó a correr en dirección a nosotros.
Aquellos breves instantes se hicieron eternos.
Mientras aquella mole de carne acorazada corría en dirección a nuestro vehículo, el ofuscado conductor seguía insistiendo con el arranque del motor.
A los pocos segundos, el zoquete capitán de nuestro vehículo cesó en su intento, pues los rinocerontes tienen un oído muy fino, y aquel ruido le estaba guiando directamente hacia nosotros. Aquella decisión del conductor nos hizo pensar que a pesar de la situación en que aquel memo nos había puesto, quizás su experiencia nos salvaría de aquel trance, había que agarrarse a algo, pues el panorama que veíamos por la ventana del vehículo necesitaba una solución urgente. Nuestro futuro inmediato era poco prometedor.
Aquella era la tercera decisión del conductor. Su primera decisión había sido funesta, pues al parar el motor nos había dejado totalmente indefensos. La segunda había sido del mismo calibre, pues al insistir reiteradamente para poner en marcha el motor nos había marcado como un claro objetivo para ese rinoceronte que estaba avanzando como un misil teledirigido. La tercera decisión parecía muy coherente y acertada, y daba un poco de luz a nuestra desesperada situación.
Mientras tanto, las breves miradas decían lo que no pronunciaban nuestras bocas: como se le ha podido ocurrir a este majadero parar el motor…, será nuestro fin porque este bobo se ha querido ahorrar cuatro céntimos en gasolina?
Pero nuestra voluntad de agarrarnos a algo nos hacía pensar que a fin de cuentas aquel lelo debía tener cierta experiencia de varios o muchos safaris a sus espaldas, y que por tanto habría encontrado la solución a esa delicada situación. Pero esta esperanza se desvaneció pronto.
Aquel rinoceronte, que ya estaba en carrera abierta dirección a nuestro vehículo, llevaba una línea de aproximación que auguraba un inminente impacto contra la puerta de nuestro apreciado conductor, el cual, siendo consciente de lo que se nos venía encima, y de que aquello no tendría un final muy bueno, se desplazó de su asiento hacia el centro del vehículo, sobre el cambio de marchas, y fue entonces cuando pronunció las palabras: «Hakuna Matata».
Aquellas palabras nos confirmaron a todos que estábamos perdidos.
Perdido por perdido, y dado que los rinocerontes tienen muy mala vista, yo opté por salir por la abertura del techo del vehículo, y hacerle una foto a aquel blindado de más de una tonelada de peso, cuando ya quedaban muy pocos metros para el impacto.
En medio del silencio que reinaba en aquellos momentos, el ruido (clic) que hizo el obturador de la cámara resonó por toda aquella llanura del Ngorongoro, o al menos a mí me lo pareció, y me arrepentí de haber hecho esa foto.
De todos modos el arrepentimiento me duró poco, pues el rinoceronte, cuando ya estaba a punto de impactar contra nuestro vehículo, dio un giro de noventa grados y siguió corriendo alejándose de nosotros.
Aquella reacción del rinoceronte me recordó una película de Tarzán que había visto de pequeño, en que un rinoceronte iba directamente hacia los protagonistas y de repente, y sin ninguna explicación ni motivo, hacía un giro brusco de noventa grados y se alejaba.
De aquella experiencia había que sacar algunas conclusiones: que hay que examinar cuidadosamente el vehículo antes de salir de safari, y pensar que en las situaciones más extremas y desesperadas no todo está perdido, y si lo está, de nada servirá privarse de hacer la última fotografía que inmortalice el momento.