Primer contacto con el canto del almuecín (Estambul).

La primera vez que viajé más allá de Europa fue a Turquía. Hasta ese momento había recorrido muchos países europeos, había conocido gente muy diversa, provenientes de lugares situados en otros continentes, pero aún no había pisado un suelo que no fuera el europeo.

Siempre me había llamado la atención el continente asiático. Los libros me habían enseñado la historia, la cultura, las religiones, y los lugares más emblemáticos de aquel continente oriental, pero como ocurre muchas veces, parecían lugares muy lejanos, sitios de fantasía, lugares donde no llega cualquiera.

Estambul (Turquía)

Aquel verano de 1988 no estaba dispuesto a volver a casa sin antes haber pisado Asia. Y así fue. Yo viajaba solo, y después de haber estado unos días en unas islas griegas, en lugar de tomar un tren de regreso hacia la antigua Yugoslavia, cogí otro en dirección a Tesalónica, y de allí hacia Estambul.

Estambul (Turquía)

En aquellos tiempos no se viajaba tanto como ahora, más bien al contrario. En el tren nos encontramos algunos viajeros y intercambiamos información y pensamientos sobre lo que nos encontraríamos en Turquía. Sigue leyendo

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Estambul, entre oriente y occidente.

El vuelo de las gaviotas y el canto del almuecín de madrugada despiertan la ciudad que ha estado durmiendo.

El sol aparece por el oriente, pero el reflejo de los minaretes de las mezquitas se ve desde el occidente. Los olores que nos asaltan por los mercados, nos evocan el oriente, pero el precio que ahora piden nos recuerda el occidente.

El oriente lo vemos por todas partes, en las alfombras colgadas y extendidas en las tiendas, en los vasos de té que circulan por restaurantes, bazares e incluso por las calles, en las manos pintadas con henna de las mujeres, en los kebabs, en el brillo de los dorados, en los mercados, en el regateo, en los pañuelos que llevan las mujeres, en las caras tapadas de algunas de ellas, en la silueta de los minaretes que surgen por todos los parajes de la ciudad, en las masbahas con que juegan los hombres, en los narguiles que provocan burbujas de aire para que el agua pueda moverse dentro de la tranquilidad que reina en el ambiente sombrío de las tranquilas teterías que todavía pueden encontrarse…

Pero el occidente también puede verse muy cerca del oriente en esta ciudad. Nos lo encontramos en las nuevas construcciones y servicios dirigidos al turismo, en el vestir de la juventud, y de los no tan jóvenes, en el transporte, y en el ambiente de ciertos barrios que quieren aproximarse más a la comodidad y maneras europeas que a la tradición asiática…

Si no cruzamos el Bósforo no pisaremos Asia. Si lo cruzamos dejaremos Europa.

Esta dualidad entre oriente y occidente está muy presente en Estambul, y quizás eso es lo que la hace una ciudad tan interesante y con tanto encanto.

Por la mañana nos despierta el canto del almuecín, pero luego, al atardecer, se puede escuchar el mismo canto tomando una copa en alguna de las terrazas de la ciudad.

En las mezquitas conviven los musulmanes que rezan sus oraciones, o que sencillamente han ido a pasar un rato, con los turistas que han ido a visitarlas.

El oriente quiere pausa y meditación, el occidente quiere rapidez y rendimiento, y el visitante quiere un poco de las dos.

Desde la primera vez que la visité, hace unos veinticinco años, la ciudad ha cambiado mucho, y a lo largo de los años ha tenido unos cambios graduales que si bien la han ido acercando a occidente externamente, no le han hecho perder su belleza oriental.

Estambul tiene un encanto especial, y se puede pasar en ella días y semanas, yendo de un sitio a otro, o bien dejando pasar el tiempo sentado en una de las muchas cafeterías, restaurantes o teterías, tomando un refresco, comiendo un dulce, o, si uno es más atrevido, fumando un narguile, pero esto último es mejor hacerlo acompañado, de esta manera pasará mejor el tiempo, con una agradable compañía, y, si el humo del narguile no sienta bien, habrá quien pueda ayudar al fumador novel al que el tabaco oriental haya dejado pálido y con la cabeza nublada.

Un viaje en taxi por Estambul.

Cada curva era una prueba para aquella masbaha que colgaba del retrovisor de aquel viejo taxi que nos llevaba al centro de la ciudad.

Sus treinta y tres perlas bien dispuestas, pero ya gastadas por el transcurso del tiempo, y por el traqueteo constante a que estaban sometidas diariamente, tenían todavía un leve brillo que hacía que no pudieras apartar la mirada de su movimiento que seguía el ritmo del vehículo.

Parecía que el taxista fuera daltónico, pues no paraba en la mayoría de los semáforos rojos, sino que aflojaba un poco, pero se los pasaba sin ningún tipo de pudor.

El vehículo iba equipado con barras antivuelco, lo cual no ayudaba a dar sensación de seguridad, sino que más bien indicaba que podías esperar una arriesgada carrera, en el sentido más estricto de la expresión.

Cada vez que hacía una infracción, e hizo una detrás de otra, al menos desde nuestra óptica occidental, el taxista o bien seguía inexpresivo, o bien hacía un signo de aprobación, seguro de sí mismo, y orgulloso de su conducción y de su vehículo.

Mientras tanto nuestras manos sólo buscaban un lugar donde agarrarse para evitar ir de un lado a otro de aquel «taksi».

El trayecto hasta nuestro destino no fue muy largo, pero nuestra sonrisa inicial se transformó en inseguridad creciente, y por momentos aquel corto lapso de tiempo se hizo eterno.

A aquel primer viaje siguieron otros. Quizás fue debido a que la primera vez fue más impactante, o que aquel primer taxista estaba especialmente avezado a las carreras, pero lo cierto es que, por suerte, no volví a tener esa sensación, no al menos con tanta intensidad, al coger un taxi («taksi» en turco) en Estambul.

Ya hace años que la cosa ha cambiado, y actualmente coger uno de los abundantes taxis amarillos que recorren las calles de Estambul no representa una experiencia tal vital, si bien hay que tener en cuenta que no son muy prudentes en la conducción, y que han aumentado los taxistas que intentan engañar cobrando más de la cuenta. Lo mejor, como en todas partes, es que el taxista no detecte que no se conoce el recorrido, ya que sino puede tener la tentación de hacer un trayecto más largo de lo necesario.