Una desagradable sorpresa en la habitación de un hotel de Damasco.

Acabábamos de llegar a Damasco. Se estaba haciendo de noche. Habíamos intentado encontrar una habitación en dos hoteles, pero uno estaba lleno, y el otro parecía cerrado. Era un día festivo. Un chico nos vio ante este segundo hotel, y, con signos muy gráficos, nos dijo que abandonáramos el intento para encontrar una habitación. Nos indicó que le siguiéramos, y fue él quien nos llevó hasta un hotel donde sí que encontramos una habitación doble.

Si bien la habitación tenía un aspecto viejo, y no tenía baño, en la misma había dos camas, que era lo importante, e incluso tenía un lavabo donde lavarse las manos.

La ducha estaba en el pasillo, y no la describiré porque es mejor no recordarla.

Parecía que todo nos había ido bien. Habíamos llegado desde Turquía, y teníamos ganas de descansar.

Hacía horas que no comíamos, así que busqué dentro de mi mochila una secallona del Pallars (un fuet o longaniza seca para aquellos que no lo conozcan) que me había reservado para una ocasión especial, y el hecho de haber llegado a Damasco parecía que era «lo» suficientemente especial como para empezar a degustar esa delicia celosamente guardada en el fondo de la mochila desde hacía muchos días. Sigue leyendo

Estambul, entre oriente y occidente.

El vuelo de las gaviotas y el canto del almuecín de madrugada despiertan la ciudad que ha estado durmiendo.

El sol aparece por el oriente, pero el reflejo de los minaretes de las mezquitas se ve desde el occidente. Los olores que nos asaltan por los mercados, nos evocan el oriente, pero el precio que ahora piden nos recuerda el occidente.

El oriente lo vemos por todas partes, en las alfombras colgadas y extendidas en las tiendas, en los vasos de té que circulan por restaurantes, bazares e incluso por las calles, en las manos pintadas con henna de las mujeres, en los kebabs, en el brillo de los dorados, en los mercados, en el regateo, en los pañuelos que llevan las mujeres, en las caras tapadas de algunas de ellas, en la silueta de los minaretes que surgen por todos los parajes de la ciudad, en las masbahas con que juegan los hombres, en los narguiles que provocan burbujas de aire para que el agua pueda moverse dentro de la tranquilidad que reina en el ambiente sombrío de las tranquilas teterías que todavía pueden encontrarse…

Pero el occidente también puede verse muy cerca del oriente en esta ciudad. Nos lo encontramos en las nuevas construcciones y servicios dirigidos al turismo, en el vestir de la juventud, y de los no tan jóvenes, en el transporte, y en el ambiente de ciertos barrios que quieren aproximarse más a la comodidad y maneras europeas que a la tradición asiática…

Si no cruzamos el Bósforo no pisaremos Asia. Si lo cruzamos dejaremos Europa.

Esta dualidad entre oriente y occidente está muy presente en Estambul, y quizás eso es lo que la hace una ciudad tan interesante y con tanto encanto.

Por la mañana nos despierta el canto del almuecín, pero luego, al atardecer, se puede escuchar el mismo canto tomando una copa en alguna de las terrazas de la ciudad.

En las mezquitas conviven los musulmanes que rezan sus oraciones, o que sencillamente han ido a pasar un rato, con los turistas que han ido a visitarlas.

El oriente quiere pausa y meditación, el occidente quiere rapidez y rendimiento, y el visitante quiere un poco de las dos.

Desde la primera vez que la visité, hace unos veinticinco años, la ciudad ha cambiado mucho, y a lo largo de los años ha tenido unos cambios graduales que si bien la han ido acercando a occidente externamente, no le han hecho perder su belleza oriental.

Estambul tiene un encanto especial, y se puede pasar en ella días y semanas, yendo de un sitio a otro, o bien dejando pasar el tiempo sentado en una de las muchas cafeterías, restaurantes o teterías, tomando un refresco, comiendo un dulce, o, si uno es más atrevido, fumando un narguile, pero esto último es mejor hacerlo acompañado, de esta manera pasará mejor el tiempo, con una agradable compañía, y, si el humo del narguile no sienta bien, habrá quien pueda ayudar al fumador novel al que el tabaco oriental haya dejado pálido y con la cabeza nublada.

Un viaje en taxi por Estambul.

Cada curva era una prueba para aquella masbaha que colgaba del retrovisor de aquel viejo taxi que nos llevaba al centro de la ciudad.

Sus treinta y tres perlas bien dispuestas, pero ya gastadas por el transcurso del tiempo, y por el traqueteo constante a que estaban sometidas diariamente, tenían todavía un leve brillo que hacía que no pudieras apartar la mirada de su movimiento que seguía el ritmo del vehículo.

Parecía que el taxista fuera daltónico, pues no paraba en la mayoría de los semáforos rojos, sino que aflojaba un poco, pero se los pasaba sin ningún tipo de pudor.

El vehículo iba equipado con barras antivuelco, lo cual no ayudaba a dar sensación de seguridad, sino que más bien indicaba que podías esperar una arriesgada carrera, en el sentido más estricto de la expresión.

Cada vez que hacía una infracción, e hizo una detrás de otra, al menos desde nuestra óptica occidental, el taxista o bien seguía inexpresivo, o bien hacía un signo de aprobación, seguro de sí mismo, y orgulloso de su conducción y de su vehículo.

Mientras tanto nuestras manos sólo buscaban un lugar donde agarrarse para evitar ir de un lado a otro de aquel «taksi».

El trayecto hasta nuestro destino no fue muy largo, pero nuestra sonrisa inicial se transformó en inseguridad creciente, y por momentos aquel corto lapso de tiempo se hizo eterno.

A aquel primer viaje siguieron otros. Quizás fue debido a que la primera vez fue más impactante, o que aquel primer taxista estaba especialmente avezado a las carreras, pero lo cierto es que, por suerte, no volví a tener esa sensación, no al menos con tanta intensidad, al coger un taxi («taksi» en turco) en Estambul.

Ya hace años que la cosa ha cambiado, y actualmente coger uno de los abundantes taxis amarillos que recorren las calles de Estambul no representa una experiencia tal vital, si bien hay que tener en cuenta que no son muy prudentes en la conducción, y que han aumentado los taxistas que intentan engañar cobrando más de la cuenta. Lo mejor, como en todas partes, es que el taxista no detecte que no se conoce el recorrido, ya que sino puede tener la tentación de hacer un trayecto más largo de lo necesario.