La noche había sido húmeda y fría, pero aquellos paisajes de montaña desnudos y silenciosos, alejados de la civilización, reconfortaban el espíritu. El vaso de té con leche bien caliente que nos llevaron a la yurta también ayudó a reconfortar el cuerpo a esas horas de la madrugada.
Una pequeña estufa oxidada que había en la entrada de la yurta, que se alimentaba de heces de vaca, no había hecho su servicio aquella noche.
El día había despertado nublado, húmedo, y con una lluvia intermitente… un tiempo que no dejaba ver la lejanía.
No tardamos más de media hora para plegar las mantas y alfombras que nos habían hecho de cama, poner la mesa y desayunar.
Dejamos la yurta e iniciamos lo que tenía que ser el último día de trayecto hasta llegar a Kasgar, cruzando el paso de Torugart.
La lluvia nos fue acompañando durante el camino. La carretera no estaba en mejores condiciones que el tiempo. Sasha, el conductor de nuestro vehículo, llevaba prisa desde el momento en que nos levantamos, pues la frontera kirguís sólo podía cruzarse entre las doce y la una del mediodía.
Las primeras horas por aquellos caminos de tierra, bajo aquella lluvia insistente, se hicieron un poco largos, pero los paisajes que se dejaban ver cuando la niebla esparcía, ofrecían el aliciente que todo viajero busca por aquellas alejadas tierras.