Una desagradable sorpresa en la habitación de un hotel de Damasco.

Acabábamos de llegar a Damasco. Se estaba haciendo de noche. Habíamos intentado encontrar una habitación en dos hoteles, pero uno estaba lleno, y el otro parecía cerrado. Era un día festivo. Un chico nos vio ante este segundo hotel, y, con signos muy gráficos, nos dijo que abandonáramos el intento para encontrar una habitación. Nos indicó que le siguiéramos, y fue él quien nos llevó hasta un hotel donde sí que encontramos una habitación doble.

Si bien la habitación tenía un aspecto viejo, y no tenía baño, en la misma había dos camas, que era lo importante, e incluso tenía un lavabo donde lavarse las manos.

La ducha estaba en el pasillo, y no la describiré porque es mejor no recordarla.

Parecía que todo nos había ido bien. Habíamos llegado desde Turquía, y teníamos ganas de descansar.

Hacía horas que no comíamos, así que busqué dentro de mi mochila una secallona del Pallars (un fuet o longaniza seca para aquellos que no lo conozcan) que me había reservado para una ocasión especial, y el hecho de haber llegado a Damasco parecía que era «lo» suficientemente especial como para empezar a degustar esa delicia celosamente guardada en el fondo de la mochila desde hacía muchos días. Sigue leyendo

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Un viaje en taxi por Estambul.

Cada curva era una prueba para aquella masbaha que colgaba del retrovisor de aquel viejo taxi que nos llevaba al centro de la ciudad.

Sus treinta y tres perlas bien dispuestas, pero ya gastadas por el transcurso del tiempo, y por el traqueteo constante a que estaban sometidas diariamente, tenían todavía un leve brillo que hacía que no pudieras apartar la mirada de su movimiento que seguía el ritmo del vehículo.

Parecía que el taxista fuera daltónico, pues no paraba en la mayoría de los semáforos rojos, sino que aflojaba un poco, pero se los pasaba sin ningún tipo de pudor.

El vehículo iba equipado con barras antivuelco, lo cual no ayudaba a dar sensación de seguridad, sino que más bien indicaba que podías esperar una arriesgada carrera, en el sentido más estricto de la expresión.

Cada vez que hacía una infracción, e hizo una detrás de otra, al menos desde nuestra óptica occidental, el taxista o bien seguía inexpresivo, o bien hacía un signo de aprobación, seguro de sí mismo, y orgulloso de su conducción y de su vehículo.

Mientras tanto nuestras manos sólo buscaban un lugar donde agarrarse para evitar ir de un lado a otro de aquel «taksi».

El trayecto hasta nuestro destino no fue muy largo, pero nuestra sonrisa inicial se transformó en inseguridad creciente, y por momentos aquel corto lapso de tiempo se hizo eterno.

A aquel primer viaje siguieron otros. Quizás fue debido a que la primera vez fue más impactante, o que aquel primer taxista estaba especialmente avezado a las carreras, pero lo cierto es que, por suerte, no volví a tener esa sensación, no al menos con tanta intensidad, al coger un taxi («taksi» en turco) en Estambul.

Ya hace años que la cosa ha cambiado, y actualmente coger uno de los abundantes taxis amarillos que recorren las calles de Estambul no representa una experiencia tal vital, si bien hay que tener en cuenta que no son muy prudentes en la conducción, y que han aumentado los taxistas que intentan engañar cobrando más de la cuenta. Lo mejor, como en todas partes, es que el taxista no detecte que no se conoce el recorrido, ya que sino puede tener la tentación de hacer un trayecto más largo de lo necesario.