Acabábamos de llegar a Damasco. Se estaba haciendo de noche. Habíamos intentado encontrar una habitación en dos hoteles, pero uno estaba lleno, y el otro parecía cerrado. Era un día festivo. Un chico nos vio ante este segundo hotel, y, con signos muy gráficos, nos dijo que abandonáramos el intento para encontrar una habitación. Nos indicó que le siguiéramos, y fue él quien nos llevó hasta un hotel donde sí que encontramos una habitación doble.
Si bien la habitación tenía un aspecto viejo, y no tenía baño, en la misma había dos camas, que era lo importante, e incluso tenía un lavabo donde lavarse las manos.
La ducha estaba en el pasillo, y no la describiré porque es mejor no recordarla.
Parecía que todo nos había ido bien. Habíamos llegado desde Turquía, y teníamos ganas de descansar.
Hacía horas que no comíamos, así que busqué dentro de mi mochila una secallona del Pallars (un fuet o longaniza seca para aquellos que no lo conozcan) que me había reservado para una ocasión especial, y el hecho de haber llegado a Damasco parecía que era «lo» suficientemente especial como para empezar a degustar esa delicia celosamente guardada en el fondo de la mochila desde hacía muchos días. Sigue leyendo